El deseo de reproducirse

https://grupointernacionalur.com/wp-content/uploads/2019/12/cabecera-grupo-ur-1.jpg El deseo de reproducirse

Rocío Núñez Calogne
Coordinadora del Área Científica del Grupo Internacional UR

La reproducción asistida ha experimentado enormes progresos tecnológicos en los últimos años. Temas como la edición genética de embriones o el anonimato de las donaciones de gametos son de patente actualidad, y los profesionales realizan congresos, reuniones, seminarios, etc., donde grandes expertos exponen estas materias.
En la mayoría de los casos, estos profesionales abordan cuestiones de tipo técnico, donde la pregunta fundamental es el cómo. Qué técnicas diagnósticas son las más adecuadas para cada paciente (está de moda la “medicina personalizada”), cómo realizar los tratamientos, y, cómo, en fin, conseguir el embarazo. En el mejor de los casos, las preguntas son de índole legal: ¿está permitido?, pero pocas veces nos preguntamos por si “se debería”. Y de esto trata la ética: de construir valores, o, dicho de otro modo, de los deberes.

Los profesionales solemos ocuparnos mucho por los medios, porque son los que manejamos y porque queremos saber cómo pueden resolverse los conflictos que las nuevas técnicas plantean, pero tenemos menos preocupación por los fines. Y no hay que olvidar que el fin último no es solo el conseguir una gestación, sino un niño sano. La actuación de los profesionales de la medicina reproductiva se centra en un aspecto especialmente sensible para muchas personas: su deseo de reproducirse. Las excesivas expectativas ante los avances tecnológicos, la incertidumbre de los resultados, la apertura hacia la medicina del deseo, etc., pueden generar tensiones que requieren un análisis profundo.

Por otra parte, la relación médico paciente, o la relación entre el profesional de la reproducción y el paciente, la llamada relación clínica, está adquiriendo una nueva configuración en los momentos actuales, como consecuencia de una serie de factores dinámicos que han surgido en los últimos tiempos y que la presentan de forma distinta a como se concebía antiguamente.

Hasta hace no mucho tiempo, la relación clínica giraba alrededor del médico como elemento fundamental de la misma. Esta relación estaba basada en que el médico, al curar las enfermedades respondía al conocimiento que tenían los profesionales y que le daba una situación de preeminencia a la hora de tomar decisiones en la búsqueda del bienestar de los pacientes. Sin embargo, en los últimos años, al principio de la beneficencia, establecido por la tradición hipocrática y traducido después en normas éticas y deontológicas, hay que añadir el principio de autonomía como pieza clave para el entendimiento de las relaciones entre médico y paciente.

La relación clínica se ha transformado de tal forma que tiene que existir un flujo de información del equipo médico hacia el paciente, y es este el que toma las decisiones. En esta relación existen por lo tanto dos agentes morales: el equipo médico y el paciente. Ambas partes, mediante el diálogo e intercambio de ideas e información, consensuan la utilización de una técnica médica con un fin determinado Pero en la medicina reproductiva esta situación se hace más compleja, ya que interviene otro agente moral, quizás el más importante de todos: el futuro hijo.

Y es aquí donde puede hallarse el conflicto si nos limitamos a ser “principalistas”, esto es, a basarnos únicamente en los cuatro principios. Puede suceder que algunos principios éticos implicados en la reproducción asistida entren en conflicto. El principio de la beneficencia obliga a los profesionales a maximizar el cuidado del paciente sobre los potenciales daños. En el contexto de la ética prenatal, el profesional tiene el claro deber del cuidado tanto de la madre como del futuro niño, cuando el niño se presenta como un paciente. El principio de autonomía obliga al profesional a respetar los derechos de autodeterminación de los pacientes, guiados por sus deseos, preferencias y valores.

La teoría basada en principios está muy extendida entre los profesionales de la salud y la investigación biomédica, siendo objeto de aplicación para fundamentar cualquiera de los ámbitos conflictivos en la relación clínica. Su origen se encuentra en la creación, por parte del Congreso de los Estados Unidos de una Comisión Nacional encargada de identificar los principios éticos básicos que debían guiar la investigación con seres humanos en las ciencias del comportamiento y en biomedicina (1974). En 1978, como resultado final del trabajo de cuatro años, los miembros de la comisión elaboraron el documento conocido como Informe Belmont, que contenía los tres principios: el de autonomía o respeto por las personas, por sus opiniones y elecciones; el de beneficencia, que se traduciría en la obligación de no hacer daño y de extremar los beneficios y minimizar los riesgos, y el de justicia o imparcialidad en la distribución de los riesgos y beneficios.

Sin embargo, la expresión canónica de los principios se encuentra en el libro escrito en 1979 por Beauchamp y Childress, el primero de los cuales había sido miembro de la Comisión. En ella se aceptaban los tres principios del informe Belmont, que ahora denominaban autonomía, beneficencia y justicia, si bien añadieron un cuarto, el de no maleficencia, dándoles a todos ellos una formulación suficientemente amplia como para que puedan regir no solo en la experimentación con seres humanos, sino también en la práctica clínica y asistencial. El primer nivel (el configurado por los principios de no maleficencia y justicia) es el propio de lo correcto o incorrecto, en tanto que el segundo (el de los principios de autonomía y beneficencia) es el propio de lo bueno o malo.

Una persona que necesita de la reproducción asistida para tener un hijo, implica necesariamente que un profesional va a comprometerse en los resultados sobre la descendencia. Como consecuencia de ello, los profesionales deben ejercitar su responsabilidad moral en decidir si acceder o rechazar emplear tales técnicas. El problema del daño potencial a la descendencia implica cuestiones sobre el papel moral del profesional. En este caso, la autonomía del médico choca de frente con la autonomía de los pacientes. La beneficencia basada en las obligaciones, requiere por tanto que los profesionales reconozcan los límites de la autonomía del paciente cuando éstos requieran de técnicas médicamente inapropiadas que puedan poner en peligro su salud y la de los potenciales niños. Por tanto, se hace también necesario tener en cuenta el conjunto de valores afectados en cada caso.

Sería ingenuo por tanto, pensar que con un sistema de principios se pueden resolver todos los problemas éticos. Los principios han de ser por definición, generales, y los conflictos éticos son concretos, particulares. No en vano la ética clínica es una disciplina nacida para resolver situaciones particulares, y por tanto, se convierte en un procedimiento de toma de decisiones.
Nunca como hasta ahora se han planteado tantos y tan complejos problemas éticos a los profesionales de la medicina, y más aún en la reproducción asistida. Es por ello que se hace necesario una actuación responsable y prudente, basada en valores y no únicamente en los códigos deontológicos y las normas legales.

En palabras de Diego Gracia, uno de los máximos representantes mundiales de la bioética: “la respuesta tiene que realizarse a dos niveles, al nivel público o de la ética de mínimos, y al nivel privado de la ética de máximos. Son los dos niveles de la vida moral de todas las personas y, por tanto, también los dos niveles de la ética profesional”.