Uno de los principios que inspiran la práctica médica en reproducción humana asistida que llevamos a cabo en la Unidad de Reproducción del Hospital Moncloa es la adaptación y personalización del tratamiento y de las técnicas a emplear con cada paciente. Como señalaba mi compañera la doctora Ana Serrano en otra entrada de este blog “para cada paciente un diagnóstico y para cada diagnóstico un tratamiento”.
Dicho lo anterior, quiero llevar la cuestión hacia un terreno controvertido: ¿Cuándo aplicar la técnica FIV (fecundación in vitro) o cuándo la ICSI (inyección intracitoplasmática)? Como cabía esperar, no hay una respuesta unívoca aunque sí unos procedimientos consensuados. La aplicación de una u otra técnica dependerá de múltiples factores que hay que valorar conjuntamente y sobre los que debe prevalecer la experiencia del técnico –ayudado por el elemento tecnológico– y su, más o menos, atinado “ojo clínico”.
En todo caso, en UR-Moncloa nunca aplicaremos una u otra técnica en función de un procedimiento definido en base a un diagnóstico determinado o unas causas objetivas cuyo resultado final sea la aplicación de A o B; es decir, FIV o ICSI. Insisto: en el campo de la embriología, no hay soluciones apriorísticas; la experiencia, la observación, la intuición y el análisis pormenorizado de todos los factores que intervienen en el proceso determinan la elección en uno u otro sentido. Siguiendo con el argumento anterior, lo que podría empezar como opción A, puede terminar siendo B (y viceversa).
Criterios objetivos y casuística diversa
En primer lugar, partamos de unas premisas básicas en función de unos criterios objetivos. La FIV –técnica de laboratorio que agrupa ovocitos y espermatozoides en un medio de cultivo en condiciones óptimas generadas artificialmente– se utiliza cuando la paciente presenta ovocitos de apariencia inmadura, problemas tubáricos, endometriosis o repetidos fallos de inseminación, por citar los más comunes. La ICSI –que consiste en la introducción de un espermatozoide seleccionado en el óvulo mediante microinyección– se aplica cuando hay causas de infertilidad atribuibles a una baja calidad espermática. Estos serían criterios objetivos, pero veamos ejemplos en los que, como decíamos en párrafos anteriores, la opción A puede acabar siendo B.
En UR-Moncloa, en numerosas ocasiones, hemos realizado FIV a mujeres de 40 años, o más, en las que el número de ovocitos captados ha sido muy bajo y existen sospechas fundadas sobre la baja calidad de los mismos. Este último factor podría suponer que manipular artificialmente un ovocito cuya calidad no es la mejor, puede generarle un daño que frustre la fecundación o el desarrollo embrionario posterior.
Tampoco realizamos FIV exclusivamente a ovocitos de parejas que hayan tenido fallos repetidos de IAC (Inseminación Artificial Conyugal) al generarse una sospecha razonable sobre la capacidad fecundante de los espermatozoides que, suponemos, han estado en contacto con los ovocitos. En este sentido, podemos tener una cifra razonable de espermatozoides en el recuperado pero si no presentan una motilidad óptima, no nos arriesgamos con una FIV. Sin embargo, podemos tener cifras de recuento espermático modestas, que podrían implicar una ICSI, pero optamos por una FIV porque la morfología y motilidad de los mismos ofrecen muchas garantías de éxito con esta técnica. Por tanto, la base teórica y estadística es un complemento necesario para la toma de decisiones que, en este caso, asume el embriólogo. Quiero poner el foco en esta última apreciación porque, en mi opinión, siendo estratégico el desarrollo tecnológico en este campo, no determina el mejor resultado si no es como elemento subsidiario en la valoración final del técnico. El factor humano sigue siendo clave en este sentido y sería un error –tanto por parte de los expertos como de los propios pacientes– pensar que la aplicación de ultimísimas técnicas en este campo determina un mejor resultado en sí mismo, sin atender a otras circunstancias.
Últimos avances técnicos
Sí es cierto que nuevos avances técnicos complementarios a la ICSI, como son la IMSI (Intra-cytoplasmic Morphologically-selected Sperm Injection) y la PICSI (Physiological Intracytoplasmic SpermInjection) contribuyen a optimizar la capacidad de selección en la muestra espermática pero, una vez más, dependerá del embriólogo procesar e interpretar adecuadamente el volumen y calidad de la información que maneja para culminar el proceso con la mejor selección, sin olvidar la relación riesgo-resultado en la utilización de alguna de estas técnicas.
En definitiva, la complementariedad de elementos técnicos y la experiencia del embriólogo, el análisis personalizado de cada caso y, sobre todo, el grado de deterioro en la calidad ovocitaria y espermática determinarán el margen de éxito o fracaso. Asociar una u otra técnica a un mejor resultado no tiene sentido, no está avalado ni empírica ni científicamente.