La psicología no es mi especialidad, pero todos los médicos deberíamos desarrollar la faceta psicológica en nuestra relación con los pacientes. Yo siempre lo intento y, quizás por ello, muchas pacientes, a lo largo de los años, me han transmitido el vaivén emocional que experimentan mientras están inmersas en el –a menudo prolongado– camino hacia la maternidad, cuando éste se realiza con el apoyo de técnicas de reproducción asistida.
Son las emociones un intangible que, de manera comprensible, está sujeto a la gestión que cada persona hace del mismo. En consecuencia, hay mujeres y hombres que pueden lidiar con esas emociones durante el tratamiento de reproducción asistida de una forma más menos constructiva; otras, sin embargo, se ven condicionadas por el efecto que ese proceso genera en su relación con el entorno (afectivo, social, laboral).
Esta realidad, además, se puede ver potenciada o mitigada en base a la posibilidad de exteriorizar el proceso –tanto en su aspecto clínico como emocional– que la pareja, o la persona, está viviendo. Hablar sobre lo que estamos experimentando es, desde una perspectiva psicológica, algo positivo. Pero, más allá de ese círculo de confianza con el que se pueden compartir las experiencias, cabe preguntarse si es mejor, o no, abordar todo el proceso con más transparencia hacia el exterior: reconocer que tenemos alguna dificultad para concebir, que estamos recibiendo apoyo médico, que confiamos en que todo terminará felizmente… O, por el contrario, llevarlo con discreción, acotar la transparencia a nuestro círculo más íntimo, optar por la privacidad. Lo cierto es que no existe una opción correcta, una posibilidad única y acertada. Aquí todo es relativo y cada situación resulta compleja en sí misma.
Contarlo, no contarlo…
Hay mujeres que optan por exteriorizar, de manera razonable, lo que están viviendo (no se trata de ir con un cartel al cuello que diga “estoy en tratamiento de reproducción”), transmitiendo sus temores e ilusiones, sus altibajos, decepciones o estados de euforia: sobrellevan esa realidad con “naturalidad” –compartiéndola, incluso, en blogs y redes sociales– reduciendo la presión y evitando situaciones comprometidas en su cotidianeidad.
Otras mujeres (y hombres) reconocen que aún sufren más si exteriorizan sus sentimientos porque no encuentran la empatía ni la sensibilidad que cabe esperar de nuestros interlocutores –incluso en el propio entorno familiar o de amistades– respecto al “problema”. Empezando porque mucha gente que no sabe qué implica, exactamente, tener dificultades para lograr un embarazo o llevarlo a término, porque nunca han tenido ese problema, piensan que es algo casi intrascendente al no tratarse de una “enfermedad”, lo que nos lleva a escuchar todo tipo de frases inoportunas (cuando no, groseras) del tipo “tranquila, relájate, no te obsesiones”, “¿y vosotros para cuándo?”, “pues mi vecina estuvo casi tres años y al final…”, “¿te has planteado la adopción?”, etc. Por no hablar de esas situaciones en las que sólo se habla de niños, de embarazos, de pañales y biberones.
Seguro que nadie actúa de mala fe, nadie quiere ofender ni hurgar en la herida, pero sería bueno que todos recibiéramos una educación emocional, desde la escuela, en la que se nos mostrase que el mejor camino hacia la empatía es la escucha. Basta con escuchar, con recibir afecto –nadie quiere compasión sino comprensión– y aprender a ponernos en el lugar de El Otro. Todo sería más llevadero.
Hablar y escuchar
No me siento cualificada para dar consejos emocionales, pero sí creo que puedo aportar una visión que ayude a suavizar la presión que la mayoría de mujeres asumen cuando afrontan un proceso de reproducción asistida.
En primer lugar, hay que estar bien asesorada, debidamente informada y disponer de datos reales sobre qué se puede conseguir, qué puede fallar y hasta dónde podemos llegar. Cuando no se produce un embarazo, es importante saber dónde está el problema, cuáles son las causas y compartir toda esa información con la paciente, ser transparentes en todo momento.
Por último, creo que es bueno intentar ser una misma, aceptarte con tus miedos y tus esperanzas, tu fortaleza y tu debilidad, dejando espacio para cada sentimiento y emoción pero esforzándote, eso sí, para que esos espacios sean más amplios cuando albergan emociones positivas y más reducidos en las negativas. Y encontrar a las personas adecuadas para hablar y ser escuchados. Entre ellos, a nuestra doctora (que no es psicóloga, pero es humana).